sábado, 19 de enero de 2008

El primer tango en París.

Era tanto el coraje de los habitantes de los bajos fondos porteños, que durante la guerra del 14 el gobierno argentino decidió enviar al frente europeo un batallón de malevos. Su uniforme no era más que su atuendo habitual: sombrero caído sobre la frente; pañuelo al cuello; pantalones estrechos y de cintura alta ajustados sobre los botines puntiagudos; polainas, abrigo y bigote al tono. Como única arma, el cuchillo a la cintura, sostenido por la faja que usaban como recuerdo de sus primeros años de vida.
Los malevos sembraron el terror en las filas alemanas. Atravesaban las alambradas sin dificultad, abofeteaban a las mujeres, retaban a duelo a los compadritos locales; vivían en el barro y no concedían importancia alguna a la suciedad e incomodidad de las trincheras: siendo su medio habitual el fango arrabalero de Buenos Aires, el frente les resultaba delicioso.
El gas mostaza parecía no afectarles; lo usaban para condimentar el pan con mortadela. Tampoco temían los campos minados, acostumbrados como estaban a soportar las explosivas minas de los arrabales porteños. Sólo sufrieron algunas desbandadas cuando los alemanes enviaron policías para correrlos, pero siempre se recomponían y volvían a sus puestos.
El 12 de junio de 1915, el Kaiser Guillermo envió al imbatible Barón Rojo a bombardear las posiciones de los malevos. Al día siguiente el Barón Rojo renunció para dedicarse a la jardinería: había observado de cerca esos fieros rostros y había recibido el impacto de su dureza y también el de algunos escupitajos en un ojo.
Lacónicos, tristes, pero tan valientes que parecía que la muerte no les importaba, los malevos iban diezmando a los terribles batallones alemanes. Los oficiales sabían como incentivarlos: les decían que los enemigos habían hablado muy mal de la reputación de sus viejas.
El éxito de los malevos en el frente acabó cuando los alemanes descubrieron una ingeniosa forma de eliminarlos.
Después de estudiar sus costumbres, descubrieron que en Buenos Aires cada uno de ellos tenía su propia farola de esquina, que nadie más podía usar. Notaron también que cuando regresaba al conventillo, el malevo desenroscaba la farola y se la llevaba consigo, o bien la marcaba como parte de su territorio del mismo modo que lo hacen los perros: cuando otro compadrito se acercaba, olisqueaba la farola y se enteraba de quien era su propietario.
Los astutos alemanes distribuyeron en el campo de batalla centenares de farolas que emitían una luz intensa. A los malevos les resultó sencillamente irresistible. A pesar de los desesperados gritos de los oficiales, corrieron a colocarse cada uno bajo una de ellas; inclusive llegaron a pelearse por mejores lugares, y en muchos casos se veía grupos de malevos que forcejeaban como colegiales. Una vez que cada malevo tuvo su propia farola, un pie firme en el suelo y el otro apoyado contra el poste, mientras se limpiaba las uñas con la punta del facón y fumaba y silbaba un tango, los alemanes apuntaron con cuidado e hicieron fuego.
Muy pocos se salvaron. Los sobrevivientes fueron atendidos en hospitales de campaña y condecorados por el Gobierno francés. Terminada la guerra, vagaron por Francia y llevaron el tango a París. Tan pronto como éste se vio en la capital, subió a la torre Eiffel y exclamó admirado:

- ¡No jodás!

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